Sólo estábamos ella y yo aquel día, en aquel mirador, solos y a la vez no, ya que nos hallábamos acompañados por el sonido de las gotas al caer de las hojas y el viento pasando entre las ramas de los árboles. Bajo uno de ellos, el cual, nos había servido de refugio contra aquella tormenta.
Mi abrazo se unía al de ella, para conservar la calidez de nuestros cuerpos. Empezaba a oscurecer, el sol había dado paso a la noche, lo cual nos hizo pensar lo tarde que era, pero ninguno dijo nada, sólo reinó el silencio, tal silencio, que hasta era capaz de sentir y hasta oír el latido de mi corazón golpeando su pecho, como si quisiera buscar el suyo.
Fue entonces que pareciera que habíamos pensado al mismo tiempo, o tal vez inconscientemente, nos miramos cara a cara, sin hacer nada; yo, miraba sus ojos y fantaseaba con lo negro de ellos, como si existiera otro mundo dentro de tales, un mundo que me hipnotizaba al verlos, y por lo cual no dejaba de hacerlo, admiraba sus ojos, su nariz, su frente, sus mejillas, su barbilla, todo!; su boca, que por el frío escaseaba de color; al igual que sus labios, esos labios que me invitaban a ser besados intensamente y perderme en ellos.
Entonces, con un leve movimiento de mi cabeza me aproximé más a ella, mucho más, tanto que podía respirar su aire, podía sentir el roce de su rostro con el mío, esa nariz helada por el día.
Sin poder esperar más, intenté besarla, pero ella lo evitó, sin perder la distancia.
Sentí confusión al percatarme de lo sucedido, pero una sonrisa traviesa y un abrazo aún más fuerte provocarían mi exaltación.
De nuevo me miró y yo desvié la mirada a su boca, fue cuando al fin pude alcanzar sus labios, pude sentir lo frescos que estaban, y mientras los besaba, transmitía la tibieza de mi boca a la suya, y en ocasiones, succionaba leve y delicadamente cada parte de cada uno de sus labios.
Entonces me abrazó de nuevo más fuerte y me pude dar cuenta que los latidos de su corazón incrementaban de velocidad, igual que el mío, fue cuando alejamos nuestros rostros para interceptar nuevamente nuestras miradas, la distancia entre nuestras caras hizo que sintiéramos nuevamente el viento frío que jugaba con su cabello y que se posaba en su cara, como si quisiera ocultarla.
Suavemente retiré aquel mechón que me impedía observarla y que al parecer había hecho trato con la oscuridad que cada vez se hacía más densa.
Retirándole el cabello noté su mirada, era una mirada distinta, una mirada que no podía describir pero que sin querer podía comprender, pude notar sus labios, ahora ya sonrojados por aquel encuentro.
Deslicé mi mano lentamente de su cabello a su mejilla, así, hasta llegar a esa zona sensible detrás de su oreja; la acariciaba, tenía la piel tan suave, tan tibia, que parecía que nunca la hubiese tocado antes, entonces ella, con un movimiento disfrazado en un volteo o distracción, descubrió su cuello, ella sabía lo mucho que me encantaba su cuello, ese cuello que por alguna razón me dominaba, esa tez tan suave, tan fresca, tan delicada, pero a la vez tan fuerte como para hacer que no resistiera tal tentación.
Con mi mano, recorrí su mentón hasta llegar a su barbilla para dirigir su boca de nuevo a la mía y poder saborear de nuevo ese momento, solo que ésta vez, besaría un camino hacia su cuello, muy lentamente para recorrer cada parte de su piel, esa piel que moría por sentir.
Oía su respiración un poco agitada, no menos que la mía, y entonces los dos lo sentimos, era algo extraño y digo los dos porque nuevamente pude contemplar su cara frente a la mía, enseguida la abracé y nos besamos de nuevo, cada beso con un poco de desesperación, nerviosismo y a la vez calor, además de esa sensación en el pecho que sentía y del que era esclavo.
Cada vez que daba un beso, su piel invitaba a otro lo cual parecía un vicio, un vicio al que estaba atado y nunca pudiera dejarlo, lenta y casi inadvertidamente baje mis brazos perdidos y casi temblorosos hasta posarse en su cintura donde mis manos débiles tenían los dedos fríos.
Lentamente fueron deslizándose y abriéndose camino para encontrar su piel tersa y calida de su cintura, sólo con la punta de mis dedos recorrería cada centímetro de su cintura, abdomen y espalda baja, como si dibujara en ella, trazos que, al ser remarcados hacían que los poros de su piel avisaran el roce de mis dedos y que en algún momento al pasarlos de arriba hacia abajo por toda su espalda, hicieran que su cuerpo se encorvara y sacara de lo más dentro de su ser una inhalación y una respiración torpe.
Fue cuando me tomó de sorpresa, ya que sin que me diera cuanta sus manos dominaban todo mi dorso de igual forma, mientras que sus besos se encargaban de mi boca y cuello.
El olor de su perfume me ofrecía aventurarme en su cuerpo y explorar cada rincón de este, sabiendo que podría perderme en tan seductor paraíso.
Parecíamos estar en un trance, un trance en donde mi “ser” y su “ser” no existieran y nuestros cuerpos actuaran por si solos.
Podía soñar mientras la besaba, mientras recorría su cuerpo, que parecía arder de una forma jamás antes imaginada y el pensar en nosotros, en nadie más, junto a la noche, las estrellas; ellos como únicos testigos de aquel secreto entre ella y yo, además del glacial viento que soplaba y se esforzaba en vano en hacer efecto sobre nosotros.
Pero el crepúsculo nos advertía el tiempo, el cual había jugado alrededor de nosotros y se había marchado sin avisarnos. Me miró, y la miré, ella con una cara dulce rió, y contesté el gesto de igual forma seguido de un beso, entonces me tomó de la mano y sólo dijo:
- Es tarde –
Fue lo único, y nada más.
Y es que a veces, a veces nuestro cuerpo quiere hablar, sacar lo que lleva dentro el alma, gritarlo a los cuatro vientos pero, no con palabras, porque en ocasiones para expresar lo que siente nuestro ser… con una mirada es suficiente.